MENSAJE DEL SANTO PADRE
CON OCASIÓN DE LA XIV JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

«El Padre os ama» (cf. Jn 16, 27)

Queridos jóvenes amigos:

1. Desde la perspectiva del ya próximo jubileo, el año 1999 tiene la función de «ampliar los horizontes del creyente según la visión misma de Cristo: la visión del “Padre celestial”, por quien fue enviado y a quien retornará» (Tertio millennio adveniente, 49). En efecto, no es posible celebrar a Cristo y su jubileo sin dirigirse, junto con él, hacia Dios, Padre suyo y Padre nuestro (cf. Jn 20, 17). También el Espíritu Santo nos guía hacia el Padre y hacia Jesús: si el Espíritu nos enseña a decir «Jesús es Señor» (1 Co 12, 3), lo hace para permitirnos hablar con Dios, llamándolo: «¡Abbá, Padre!» (Ga 4, 6).

Por tanto, os invito, junto con toda la Iglesia, a dirigiros hacia Dios Padre y a escuchar con gratitud y admiración la sorprendente revelación de Jesús: «El Padre os ama» (cf. Jn 16, 27). Éstas son las palabras que os propongo como tema de la XIV Jornada mundial de la juventud. Queridos jóvenes, Dios os ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 19), acoged su amor. Permaneced firmes en esta certeza, la única capaz de dar sentido, fuerza y alegría a la vida: su amor nunca se apartará de vosotros y su alianza de paz nunca fallará (cf. Is 54, 10). Ha tatuado vuestro nombre en las palmas de sus manos (cf. Is 49, 16).

2. Aunque no sea siempre consciente y clara, en el corazón del hombre existe una profunda nostalgia de Dios, que san Ignacio de Antioquía expresó elocuentemente con estas palabras: «Un agua viva murmura en mí y me dice interiormente: “¡Ve al Padre!”» (Ad Rom., 7). «Déjame ver, por favor, tu gloria» (Ex 33, 18), pide Moisés al Señor en el monte.

«A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, lo ha revelado» (Jn 1, 18). Por tanto, ¿basta conocer al Hijo para conocer al Padre? Felipe no se deja convencer fácilmente, y pide: «Señor, muéstranos al Padre». Su insistencia obtiene una respuesta que supera nuestras expectativas: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 8-11).

Después de la Encarnación, hay un rostro de hombre en el que es posible ver a Dios: «Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí», dice Jesús no sólo a Felipe, sino también a todos los que creerán (cf. Jn 14, 11). Desde entonces, el que acoge al Hijo de Dios acoge a Aquel que lo envió (cf. Jn 13, 20). Por el contrario, «el que me odia, odia también a mi Padre» (Jn 15, 23). Desde entonces es posible una nueva relación entre el Creador y la criatura, es decir, la relación del hijo con su Padre: a los discípulos que quieren conocer los secretos de Dios y piden aprender a rezar para encontrar apoyo en el camino, Jesús les responde enseñándoles el Padre nuestro, «síntesis de todo el Evangelio» (Tertuliano, De oratione, 1), en el que se confirma nuestra condición de hijos (cf. Lc 11, 1-4). «Por una parte, en efecto, por las palabras de esta oración el Hijo único nos da las palabras que el Padre le ha dado (cf. Jn 17, 7): él es el Maestro de nuestra oración. Por otra parte, como Verbo encarnado, conoce en su corazón de hombre las necesidades de sus hermanos y hermanas los hombres, y nos las revela: es el modelo de nuestra oración» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 2765).

El evangelio de san Juan, al transmitirnos el testimonio directo de la vida del Hijo de Dios, nos indica el camino que hay que seguir para conocer al Padre. La invocación «Padre» es el secreto, el aliento, la vida de Jesús. ¿No es él el Hijo único, el primogénito, el amado al que todo se orienta, el que está al lado del Padre desde antes que el mundo existiese y participa de su misma gloria? (cf. Jn 17, 5). Jesús recibe del Padre el poder sobre todas las cosas (cf. Jn 17, 2), el mensaje que ha de anunciar (cf. Jn 12, 49), y la obra que debe realizar (cf. Jn 14, 31). Ni siquiera sus discípulos le pertenecen: es el Padre quien se los ha dado (cf. Jn 17, 9), confiándole la misión de protegerlos del mal, para que ninguno se pierda (cf. Jn 18, 9).

A la hora de pasar de este mundo al Padre, la «oración sacerdotal» muestra el estado de ánimo del Hijo: «Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo existiese» (Jn 17, 5). En calidad de sumo y eterno Sacerdote, Cristo encabeza el inmenso cortejo de los redimidos. Al ser primogénito de una multitud de hermanos, vuelve a conducir al único redil las ovejas del rebaño disperso, para que haya «un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10, 16).

Gracias a su obra, la misma relación amorosa que existe en el seno de la Trinidad se repite en la relación del Padre con la humanidad redimida: «El Padre os ama». ¿Cómo podría comprenderse este misterio de amor sin la acción del Espíritu, derramado por el Padre sobre los discípulos gracias a la oración de Jesús? (cf. Jn 14, 16). La encarnación del Verbo eterno en el tiempo y el nacimiento para la eternidad de cuantos se incorporan a él mediante el bautismo no podrían concebirse sin la acción vivificante de ese mismo Espíritu.

3. «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3, 16). Dios ama al mundo. Y a pesar de todos sus rechazos, seguirá amándolo hasta el fin. «El Padre os ama» desde siempre y para siempre: ésta es la novedad inaudita, «el simplicísimo y sorprendente anuncio del que la Iglesia es deudora respecto del hombre» (Christifideles laici, 34). Aunque el Hijo nos hubiera dicho únicamente estas palabras, nos habría bastado. «¡Qué gran amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios! Y lo somos» (1 Jn 3, 1). No somos huérfanos; el amor es posible. Porque, como sabéis muy bien, nadie puede amar si no se siente amado.

Pero ¿cómo anunciar esta buena nueva? Jesús indica el camino que se ha de seguir: ponernos a la escucha del Padre, para que nos enseñe (cf. Jn 6, 45), y guardar sus mandamientos (cf. Jn 14, 23). Además, este conocimiento del Padre debe ir creciendo: «Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer» (Jn 17, 26), y será obra del Espíritu Santo, que guía hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13).

En nuestra época, la Iglesia y el mundo necesitan más que nunca «misioneros» que sepan proclamar con la palabra y el ejemplo esta certeza fundamental y consoladora. Vosotros, jóvenes de hoy y adultos del nuevo milenio, conscientes de ello, dejaos «formar» en la escuela de Jesús. Sed testigos creíbles del amor del Padre, tanto en la Iglesia como en los diversos ambientes donde se desarrolla vuestra existencia diaria. Manifestadlo en vuestras opciones y actitudes, en vuestro modo de acoger a las personas y de poneros a su servicio, y en vuestro respeto fiel a la voluntad de Dios y a sus mandamientos.

«El Padre os ama». Este anuncio asombroso se deposita en el corazón de todo creyente que, como el discípulo amado por Jesús, reclina su cabeza en el pecho del Maestro y recoge sus confidencias: «El que me ama será amado por mi Padre; y yo lo amaré y me manifestaré a él» (Jn 14, 21), porque «ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3).

Las diversas formas de paternidad que encontráis en vuestro camino son un reflejo del amor del Padre. Pienso, en particular, en vuestros padres, colaboradores de Dios al transmitiros la vida y al educaros: honradlos (cf. Ex 20, 12) y demostradles vuestra gratitud. Pienso en los sacerdotes y en las demás personas consagradas al Señor, que son para vosotros amigos, testigos y maestros de vida, «para progreso y gozo de vuestra fe» (Flp 1, 25). Pienso en los educadores auténticos, que con su humanidad, su sabiduría y su fe contribuyen de modo significativo a vuestro crecimiento cristiano y, por tanto, plenamente humano. Dad gracias siempre al Señor por cada una de estas personas, que os acompañan a lo largo de las sendas de la vida.

4. El Padre os ama. La conciencia de esta predilección que Dios os tiene no puede menos de impulsar a los creyentes «a emprender, en la adhesión a Cristo, redentor del hombre, un camino de auténtica conversión. (...) Es éste el contexto adecuado para el redescubrimiento y la intensa celebración del sacramento de la penitencia en su significado más profundo» (Tertio millennio adveniente, 50).

«El pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarlo y amarse mutuamente» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 387); es no querer vivir la vida de Dios recibida en el bautismo y no dejarse amar por el verdadero Amor, pues el hombre tiene el terrible poder de impedir la voluntad de Dios de dar todos los bienes. El pecado, cuyo origen se encuentra en la voluntad libre de la persona (cf. Mc 7, 20), es una transgresión del amor verdadero; hiere la naturaleza del hombre y destruye la solidaridad humana, manifestándose en actitudes, palabras y acciones impregnadas de egoísmo (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1849-1850). En lo más íntimo del hombre es donde la libertad se abre y se cierra al amor. Éste es el drama constante del hombre, que a menudo elige la esclavitud, sometiéndose a miedos, caprichos y costumbres equivocados, creándose ídolos que lo dominan e ideologías que envilecen su humanidad. Leemos en el evangelio de san Juan: «Todo el que comete pecado es un esclavo del pecado» (Jn 8, 34).

Jesús dice a todos: «Convertíos y creed en la buena nueva» (Mc 1, 15). En el origen de toda conversión auténtica está la mirada de Dios al pecador. Es una mirada que se traduce en búsqueda plena de amor, en pasión hasta la cruz, en voluntad de perdón que, manifestando al culpable la estima y el amor de que sigue siendo objeto, le revela por contraste el desorden en que está sumergido, invitándolo a cambiar de vida. Éste es el caso de Leví (cf. Mc 2, 13-17), de Zaqueo (cf. Lc 19, 1-10), de la adúltera (cf. Jn 8, 1-11), del ladrón (cf. Lc 23, 39-43), y de la samaritana (cf. Jn 4, 1-30): «El hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible; su vida carece de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente» (Redemptor hominis, 10). Una vez que ha descubierto y experimentado al Dios de la misericordia y del perdón, el ser humano ya no puede vivir de otro modo que no sea el de una continua conversión a él (cf. Dives in misericordia, 13).

«Vete, y en adelante no peques más» (Jn 8, 11): el perdón se da gratuitamente, pero el hombre está invitado a corresponder con un serio compromiso de vida renovada. Dios conoce muy bien a sus criaturas. No ignora que la manifestación cada vez mayor de su amor terminará por suscitar en el pecador el disgusto por el pecado. Por eso, el amor de Dios se realiza con el ofrecimiento continuo de perdón.

¡Qué elocuente es la parábola del hijo pródigo! Desde que se aleja de casa, su padre vive preocupado: aguarda, espera su regreso, escruta el horizonte. Respeta la libertad de su hijo, pero sufre. Y cuando su hijo se decide a volver, lo ve desde lejos y sale a su encuentro, lo abraza con fuerza y, rebosante de alegría, ordena: «Traed aprisa el mejor vestido y vestidle – símbolo de la vida nueva –; ponedle un anillo en su mano – símbolo de la alianza –; y unas sandalias en los pies – símbolo de la dignidad recuperada –. (...) Y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado» (cf. Lc 15, 11-32).

5. Antes de subir al Padre, Jesús confió a su Iglesia el ministerio de la reconciliación (cf. Jn 20, 23). Por tanto, no basta sólo el arrepentimiento interior para obtener el perdón de Dios. La reconciliación con él se obtiene mediante la reconciliación con la comunidad eclesial. Por eso, el reconocimiento de la culpa pasa a través de un gesto sacramental concreto: el arrepentimiento y la confesión de los pecados, con el propósito de vivir una vida nueva, ante el ministro de la Iglesia.

Por desgracia, el hombre contemporáneo, cuanto más pierde el sentido del pecado, tanto menos recurre al perdón de Dios: de esto dependen muchos de los problemas y las dificultades de nuestro tiempo. Durante este año, os invito a redescubrir la belleza y la riqueza de gracia del sacramento de la penitencia, releyendo atentamente la parábola del hijo pródigo, en la que no se subraya tanto el pecado cuanto la ternura de Dios y su misericordia. Al escuchar la Palabra en actitud de oración, de contemplación, de admiración y de certeza, decid a Dios: «Te necesito, cuento contigo para existir y vivir. Tú eres más fuerte que mi pecado. Creo en tu poder sobre mi vida, creo en tu capacidad de salvarme, tal como soy ahora. Acuérdate de mí. Perdóname».

Mirad «dentro» de vosotros. Más que contra una ley o una norma moral, el pecado es contra Dios (cf. Sal 50, 6), contra vuestros hermanos y contra vosotros mismos. Poneos en presencia de Cristo, Hijo único del Padre y modelo de todos los hermanos. Él es el único que nos revela cómo debe ser nuestra relación con el Padre, con nuestro prójimo y con la sociedad, para estar en paz con nosotros mismos. Nos lo revela mediante el Evangelio, que es una sola cosa con Jesucristo. La fidelidad a uno es la medida de la fidelidad al otro.

Acudid con confianza al sacramento de la reconciliación: con la confesión de vuestras culpas mostraréis que queréis reconocer vuestra infidelidad y ponerle fin; testimoniaréis vuestra necesidad de conversión y reconciliación, para recuperar la condición pacificadora y fecunda de hijos de Dios en Cristo Jesús; y expresaréis vuestra solidaridad con vuestros hermanos, que también están probados por el pecado (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1445).

Por último, recibid con gratitud la absolución del sacerdote: es el momento en que el Padre pronuncia sobre el pecador arrepentido las palabras que devuelven la vida: «Este hijo mío ha vuelto a la vida». La Fuente del amor regenera y permite superar el egoísmo y volver a amar con mayor intensidad.

6. «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los profetas» (Mt 22, 37-40). Jesús no dice que el segundo mandamiento es idéntico al primero, sino que es «semejante». Por consiguiente, los dos mandamientos no son intercambiables, como si se pudiera cumplir automáticamente el mandamiento del amor a Dios guardando el del amor al prójimo, o viceversa. Tienen consistencia propia, y ambos deben cumplirse. Pero Jesús los une para mostrar a todos que están íntimamente relacionados: es imposible cumplir uno sin poner en práctica el otro. «De su unidad inseparable da testimonio Jesús con sus palabras y su vida: su misión culmina en la cruz que redime, signo de su amor indivisible al Padre y a la humanidad» (Veritatis splendor, 14).

Para saber si amamos verdaderamente a Dios, debemos comprobar si amamos en serio a nuestro prójimo. Y si queremos conocer la calidad de nuestro amor al prójimo, debemos preguntarnos si amamos verdaderamente a Dios, porque «quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1 Jn 4, 20), y «en esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos» (1 Jn 5, 2).

En la carta apostólica Tertio millennio adveniente exhorté a los cristianos a «subrayar más decididamente la opción preferencial de la Iglesia por los pobres y los marginados» (n. 51). Se trata de una opción preferencial, no exclusiva. Jesús nos invita a amar a los pobres, porque hay que dedicarles una atención particular, precisamente a causa de su vulnerabilidad. Es sabido que son cada vez más numerosos, incluso en los países denominados ricos, a pesar de que los bienes de esta tierra están destinados a todos. Cualquier situación de pobreza interpela la caridad cristiana de cada uno. Pero también debe llegar a ser un compromiso social y político, porque el problema de la pobreza en el mundo depende de condiciones concretas que deben ser transformadas por los hombres y las mujeres de buena voluntad, constructores de la civilización del amor. Se trata de «estructuras de pecado», que sólo se vencen con la colaboración de todos, si están dispuestos a «perderse» por el otro en lugar de explotarlo, y a «servirlo» en lugar de oprimirlo (cf. Sollicitudo rei socialis, 38).

Queridos jóvenes, os invito de modo particular a vosotros a emprender iniciativas concretas de solidaridad y comunión junto a y con los más pobres. Participad con generosidad en alguno de los proyectos que en los diversos países han puesto en marcha otros jóvenes con gestos de fraternidad y solidaridad: será un modo de «restituir» al Señor, en la persona de los pobres, por lo menos algo de todo lo que os ha dado a vosotros, más afortunados. Y podrá ser también la expresión inmediatamente visible de una opción profunda: la de orientar decididamente vuestra vida hacia Dios y hacia vuestros hermanos.

7. María resume en su persona todo el misterio de la Iglesia; es la «hija predilecta del Padre» (Tertio millennio adveniente, 54), que acogió libremente y respondió con disponibilidad al don de Dios. Siendo «hija» del Padre, mereció convertirse en la Madre de su Hijo: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Es Madre de Dios, porque es perfectamente hija del Padre.

En su corazón no hay otro deseo que el de sostener el compromiso de los cristianos de vivir como hijos de Dios. Como Madre tiernísima, los guía incesantemente hacia Jesús, para que, siguiéndolo, aprendan a cultivar su relación con el Padre celestial. Como en las bodas de Caná, los invita a hacer todo lo que el Hijo les diga (cf. Jn 2, 5), sabiendo que éste es el camino para llegar a la casa del «Padre misericordioso» (cf. 2 Co 1, 3).

La XIV Jornada mundial de la juventud, que se celebrará este año en las Iglesias particulares, es la última antes de la gran cita jubilar. Por tanto, reviste una importancia particular en la preparación para el Año santo del 2000. Ruego a Dios que sea para cada uno de vosotros ocasión para un renovado encuentro con el Señor de la vida y con su Iglesia.

A María le encomiendo vuestro camino y le pido que prepare vuestro corazón para acoger la gracia del Padre, a fin de que os convirtáis en testigos de su amor.

Con estos sentimientos, deseándoos un año rico en fe y compromiso evangélico, os bendigo a todos de corazón.

Vaticano, 6 de enero de 1999, solemnidad de la Epifanía del Señor