MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
PARALA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES
Queridos hermanos y hermanas:
1. La celebración anual de la Jornada mundial de las misiones,
que tendrá lugar el próximo 22 de octubre de 2000, nos impulsa a tomar
renovada conciencia de la dimensión misionera de la Iglesia y nos recuerda la
urgencia de la misión "ad gentes", que "atañe a todos los
cristianos, a todas las diócesis y parroquias, a las instituciones y
asociaciones eclesiales" (Redemptoris missio, 2).
Este año, la Jornada se enriquece de significado a la luz del gran jubileo, año
de gracia, celebración de la salvación que Dios, en su amor misericordioso,
ofrece a la humanidad entera. Recordar los dos mil años del nacimiento de Jesús
quiere decir celebrar también el nacimiento de la misión: Cristo es el
primero y el más grande misionero del Padre. La misión, nacida con la
encarnación del Verbo, continúa en el tiempo a través del anuncio y el
testimonio eclesial. El jubileo es tiempo favorable para que toda la Iglesia
se empeñe, gracias al Espíritu, en un nuevo impulso misionero.
Dirijo, por tanto, un especial y apremiante llamamiento a todos los bautizados
para que, con humilde valentía, respondiendo a la llamada del Señor y a las
necesidades de los hombres y mujeres de nuestra época, sean heraldos del
Evangelio. Pienso en los obispos, los sacerdotes, los religiosos, las
religiosas y los laicos; pienso en los catequistas y los demás agentes
pastorales que, en diversos niveles, hacen de la misión "ad gentes"
la razón de ser de su existencia, perseverando aun en medio de grandes
dificultades. La Iglesia agradece la dedicación de aquellos que, muchas
veces, "siembran entre lágrimas..." (cf. Sal 126, 6). Sepan
que su esfuerzo y sus sufrimientos no serán inútiles; al contrario,
constituyen la levadura que hará germinar en el corazón de otros apóstoles
el anhelo de consagrarse a la noble causa del Evangelio. En nombre de la
Iglesia, les doy gracias y los estimulo a perseverar en su generosidad:
Dios les recompensará abundantemente.
2. Pienso también en los muchos que podrían iniciar o profundizar su
compromiso en el anuncio del evangelio de la vida. De modo diverso, todos son
invitados a continuar en la Iglesia la misión de Jesús. Esto es un título
de gloria: el enviado es asociado de modo singular a la persona de
Cristo para realizar, como afirma el Maestro divino, sus mismas obras:
"El que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará
mayores aún, porque yo voy al Padre" (Jn 14, 12). Todos están
llamados a colaborar partiendo de su propia situación de vida. En este
tiempo, tiempo de gracia y de misericordia, advierto de modo especial que es
necesario dedicar todas las fuerzas eclesiales para la nueva
evangelización y para la misión "ad gentes". Ningún
creyente, ninguna institución de la Iglesia puede sustraerse al supremo deber
de anunciar a Cristo a todos los pueblos (cf. Redemptoris missio, 3).
Nadie puede sentirse dispensado de prestar su colaboración al desarrollo de
la misión de Cristo, que continúa en la Iglesia. Más aún, la invitación
de Cristo es más actual que nunca: "Id también vosotros a la viña"
(Mt 20, 7).
3. ¿Cómo no dedicar aquí un recuerdo especial, lleno de afecto y de
profunda emoción, a tantos misioneros, mártires de la fe que, como Cristo,
han dado la vida derramando su sangre? Han sido innumerables también en el
siglo XX, en el que "la Iglesia se ha convertido nuevamente en Iglesia de
mártires" (Tertio millennio adveniente, 37). Sí, el misterio de
la cruz está siempre presente en la vida cristiana. En la encíclica Redemptoris
missio escribí: "Como siempre en la historia cristiana, los
"mártires", es decir, los testigos, son numerosos e indispensables
para el camino del Evangelio" (n. 45). Vienen a la memoria las palabras
de san Pablo a los Filipenses: "A vosotros se os ha concedido la
gracia no sólo de creer en Cristo, sino también de sufrir por él" (Flp
1, 29). El mismo Apóstol estimula a Timoteo, su discípulo, a sufrir sin
avergonzarse, junto con él, por el Evangelio, con la ayuda de la fuerza de
Dios (cf. 1 Tm 1, 8). Toda la misión de la Iglesia y, de modo
especial, la misión "ad gentes", necesita apóstoles dispuestos a
perseverar hasta el fin, fieles a la misión recibida, siguiendo el mismo
camino recorrido por Cristo, "el camino de la pobreza, de la obediencia,
del servicio y del sacrificio de sí hasta la muerte" (Ad gentes,
5). Quiera Dios que los testigos de la fe, que hemos recordado, sean modelo y
estímulo para todos los cristianos, de modo que cada uno se convenza de que
su cometido es el anuncio de Cristo.
4. En este esfuerzo el cristiano no está solo. Es verdad que no hay
proporción entre las fuerzas humanas y la grandeza de la misión. La
experiencia más común y más auténtica es la de no sentirse dignos de tal
cometido. Pero también es verdad que "nuestra capacidad viene de Dios,
el cual nos ha capacitado para ser servidores de una nueva Alianza" (2
Co 3, 5-6). El Señor no abandona a quienes llama a su servicio. "Me
ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos
a todas las naciones (...). Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días
hasta el fin del mundo" (Mt 28, 18-20). La presencia continua del
Señor en su Iglesia, especialmente en la Palabra y en los sacramentos, es
garantía para la eficacia de su misión. Esta se realiza hoy a través de
hombres y mujeres que han experimentado la salvación en su propia fragilidad
y debilidad y la testimonian a los hermanos, convencidos de que todos somos
llamados a la misma plenitud de vida.
5. Como acabo de decir, también la perspectiva del gran jubileo, que
estamos celebrando, nos induce a un compromiso misionero "ad gentes"
mayor. Dos mil años después del inicio de la misión son todavía vastas las
áreas geográficas, culturales, humanas o sociales en las que Cristo y su
Evangelio no han penetrado aún. ¿Cómo no escuchar la llamada que implica
esta situación?
Quien ha conocido la alegría del encuentro con Cristo no puede mantenerla
encerrada dentro de sí; debe irradiarla. Es necesario ir al encuentro de esa
inexpresada invocación del Evangelio que se eleva de todas las partes del
mundo, como una vez llegó al apóstol san Pablo durante su segundo viaje:
"Pasa a Macedonia y ayúdanos" (Hch 16, 9). La evangelización
es una "ayuda" ofrecida al hombre, porque el Hijo de Dios se hizo
carne para hacer posible al hombre lo que no podría conseguir sólo con sus
fuerzas: "La amistad de Dios, su gracia y la vida sobrenatural, la
única en la que pueden resolverse las aspiraciones más profundas del corazón
humano. (...) La Iglesia, al anunciar a Jesús de Nazaret, verdadero Dios y
hombre perfecto, abre a cada ser humano la perspectiva de ser
"divinizado" y, por tanto, de hacerse así más hombre. Este es el
único medio por el cual el mundo puede descubrir la alta vocación a la que
está llamado y llevarla a cabo en la salvación realizada por Dios" (Incarnationis
mysterium, 2).
Además, debemos estar profundamente convencidos de que la evangelización
constituye también un óptimo servicio prestado a la humanidad, puesto que la
dispone a realizar el proyecto de Dios, que quiere unir consigo a todos los
hombres, haciendo de ellos un pueblo de hermanos sin injusticias y animados
por sentimientos de auténtica solidaridad.
6. Deseo ahora dirigir la mirada a los numerosos protagonistas de la misión
específica "ad gentes": en primer lugar, los obispos y sus
colaboradores, los sacerdotes, recordando al mismo tiempo la obra de los
institutos misioneros, masculinos y femeninos. Siento el deber de dedicar unas
palabras en especial a los catequistas de tierras de misión: son ellos
"a quienes se aplica por excelencia el título de "catequistas"
(...). Sin ellos no se habrían edificado Iglesias hoy día florecientes"
(Catechesi tradendae, 66).
El decreto conciliar sobre la actividad misionera habla de ellos como de
"esa multitud, digna de alabanza, tan benemérita de la obra de las
misiones entre los gentiles (...). Llenos del espíritu apostólico, con
grandes trabajos, aportan su ayuda singular y enteramente necesaria para la
expansión de la fe y de la Iglesia" (Ad gentes, 17). Trabajando
con gran esfuerzo y celo misionero, constituyen sin duda el apoyo más eficaz
para los misioneros en múltiples tareas. No pocas veces, por la escasez de
ministros, tienen que asumir la responsabilidad de vastas áreas, donde acompañan
a las pequeñas comunidades, desempeñando la tarea de animadores en la oración,
en la celebración litúrgica de la palabra de Dios, en la explicación de la
doctrina y en la organización de la caridad.
Si su tarea es tan importante, más necesaria aún es su formación, es decir,
"una preparación doctrinal y pedagógica más cuidada, la constante
renovación espiritual y apostólica" (Redemptoris missio, 73). Su
trabajo es siempre necesario. Espero que toda la Iglesia se comprometa cada
vez más en esta tarea. La formación de los catequistas, como la de todo el
personal misionero, es una prioridad pastoral; representa, por decirlo así,
una "inversión en personas", ya que sólo evangelizadores y
formadores a la altura de su cometido pueden contribuir de modo eficaz a
edificar la Iglesia.
7. Es aún vasto el campo y queda todavía mucho que hacer: es
necesaria la colaboración de todos. En efecto, nadie es tan pobre que no
pueda dar algo. Se participa en la misión en primer lugar con la oración, en
la liturgia o en la propia habitación, con el sacrificio y la ofrenda a Dios
de los propios sufrimientos. Esta es la primera colaboración que cada uno
puede ofrecer. Luego es importante dar una contribución económica, que es
vital para muchas Iglesias particulares. Como es sabido, lo que se recauda en
esta Jornada, bajo la responsabilidad de las Obras misionales pontificias, se
destina íntegramente a las necesidades de la misión universal. En esta
circunstancia, deseo manifestar viva gratitud a esta benemérita institución
eclesial que, desde hace 74 años, se preocupa de organizar esta Jornada y
anima en sentido misionero a todo el pueblo de Dios, recordando que, todos, niños
y adultos, obispos, presbíteros, religiosos y fieles laicos, están llamados
a ser misioneros en su propia comunidad local, abriéndose todos juntos a las
necesidades de la Iglesia universal. La animación y la cooperación
misionera, promovida por las Obras misionales pontificias, presenta al pueblo
de Dios la misión como don: don de sí y don de los propios bienes
materiales y espirituales en beneficio de toda la Iglesia (cf. Redemptoris
missio, 81).
Este año, además, la Jornada se desarrollará con particular solemnidad en
Roma, con la celebración del Congreso misionero mundial, que reunirá a
miembros de las Obras misionales pontificias provenientes de todos los
rincones de la tierra, en representación de las Iglesias particulares de cada
continente, como signo de la universalidad del mensaje de salvación de Jesús.
Yo mismo, si Dios quiere, tendré la alegría de presidir
esta significativa celebración.
8. Queridos hermanos y hermanas, quiera Dios que estas palabras mías
sirvan de estímulo a todos los que se interesan por la actividad misionera.
Celebrando el jubileo del Año santo 2000, "toda la Iglesia está
comprometida todavía más en el nuevo adviento misionero. Hemos de fomentar
en nosotros el afán apostólico por transmitir a los demás la luz y la alegría
de la fe, y para este ideal debemos educar a todo el pueblo de Dios" (Redemptoris
missio, 86). El Espíritu de Dios es nuestra fuerza. Él, que manifestó
su poder en la misión de Jesús, enviado a "anunciar la buena nueva a
los pobres... y predicar un año de gracia del Señor" (Lc 4, 18),
ha sido derramado en el corazón de todos nosotros, los creyentes (cf. Rm 5,
5), para disponernos a ser testigos de las obras del Señor.
La Virgen santísima, Madre de Cristo y Madre de los creyentes, mujer
plenamente dócil al Espíritu Santo, nos ayude a repetir en cada
circunstancia su "fiat" al designio de salvación de Dios, al
servicio de la nueva evangelización.
Con estos sentimientos, a todos vosotros, que os dedicáis sin escatimar
esfuerzos a la gran misión "ad gentes", y a vuestras comunidades
envío de todo corazón una especial bendición apostólica.
Vaticano, 11 de junio de 2000, solemnidad de Pentecostés