MENSAJE DEL SANTO PADRE
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 2002
1. La misión evangelizadora de la Iglesia es esencialmente el anuncio del
amor, de la misericordia y del perdón de Dios, revelados a los hombres mediante
la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo, nuestro Señor. Es la
proclamación de la gozosa noticia de que Dios nos ama y quiere que estemos
todos unidos en su amor misericordioso, perdonándonos y pidiéndonos que
perdonemos a los demás, incluso las ofensas más graves. Esta es la palabra de
la reconciliación que nos ha sido confiada porque, como afirma san Pablo,
"en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta
las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nuestros labios la palabra
de la reconciliación" (2 Co 5, 19). Estos son el eco y la
respuesta al supremo anhelo del corazón de Cristo en la cruz:
"Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34).
He aquí, pues, una síntesis de los contenidos fundamentales de la Jornada
mundial de las misiones, que celebraremos el domingo 20 del próximo mes de
octubre, dedicada al estimulante tema: "La misión es anuncio de perdón".
Se trata de un acontecimiento que se repite cada año, pero que no pierde, con
el paso del tiempo, su significado y su importancia, porque la misión
constituye nuestra respuesta al supremo mandato de Jesús: "Id, pues,
y haced discípulos a todas las gentes (...), enseñándoles a guardar todo lo
que yo os he mandado" (Mt 28, 19).
2. Al inicio del tercer milenio cristiano se impone con mayor urgencia el
deber de la misión, porque, como recordé ya en la encíclica Redemptoris
missio, "el número de los que aún no conocen a Cristo ni forman
parte de la Iglesia aumenta constantemente; más aún, desde el final del
Concilio, casi se ha duplicado. Para esta humanidad inmensa, tan amada por el
Padre que por ella envió a su propio Hijo, es patente la urgencia de la misión"
(n. 3).
Con el gran apóstol y evangelizador san Pablo, queremos repetir:
"Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es, más
bien, un deber que me incumbe. Y Ħay de mí si no predicara el Evangelio! (...)
Es una misión que se me ha confiado" (1 Co 9, 16-17). Sólo el amor
de Dios, capaz de hermanar a los hombres de toda raza y cultura, podrá hacer
que desaparezcan las dolorosas divisiones, los contrastes ideológicos, las
desigualdades económicas y los violentos atropellos que oprimen todavía a la
humanidad.
Son bien conocidas las horribles guerras y revoluciones que han ensangrentado el
siglo que acaba de concluir, y los conflictos que, por desgracia, siguen
afligiendo al mundo de modo casi endémico. Pero, al mismo tiempo, es patente el
anhelo de tantos hombres y mujeres que, aun viviendo en gran pobreza espiritual
y material, experimentan una gran sed de Dios y de su amor misericordioso. La
invitación del Señor a anunciar la buena nueva sigue siendo válida hoy; más
aún, se hace cada vez más urgente.
3. En la carta apostólica Novo
millennio ineunte subrayé la importancia de la contemplación del
rostro doliente y glorioso de Cristo. El centro del mensaje cristiano es el
anuncio del misterio pascual de Cristo crucificado y resucitado. El rostro
doliente del Crucificado "nos lleva a acercarnos al aspecto más paradójico
de su misterio, como se ve en la hora extrema, la hora de la cruz" (n. 25).
En la cruz Dios nos ha revelado todo su amor. La cruz es la clave que da libre
acceso a "una sabiduría que no es de este mundo, ni de los dominadores de
este mundo", sino a la "sabiduría divina, misteriosa, que ha
permanecido escondida" (1 Co 2, 6. 7).
La cruz, en la que resplandece ya el rostro glorioso del Resucitado, nos
introduce en la plenitud de la vida cristiana y en la perfección del amor,
porque revela la voluntad de Dios de compartir con los hombres su vida, su amor
y su santidad. A partir de este misterio, la Iglesia, recordando las palabras
del Señor: "Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre
celestial" (Mt 5, 48), comprende cada vez mejor que su misión no
tendría sentido si no condujera a la plenitud de la existencia cristiana, es
decir, a la perfección del amor y de la santidad. Contemplando la cruz
aprendemos a vivir en la humildad y en el perdón, en la paz y en la comunión.
Esta fue la experiencia de san Pablo, que escribía a los Efesios:
"Os ruego, pues, yo, preso por el Señor, que viváis de una manera digna
de la vocación con la que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre
y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar
la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz" (Ef 4, 1-3). Y a
los Colosenses añadía: "Revestíos, pues, como elegidos de Dios,
santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre,
paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno
tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también
vosotros. Y, por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de
perfección. Y que la paz de Cristo reine en vuestros corazones, pues a ella habéis
sido llamados formando un solo Cuerpo" (Col 3, 12-15).
4. Amadísimos hermanos y hermanas, el grito de Jesús en la cruz (cf. Mt
27, 46) no revela la angustia de un desesperado, sino que es la oración del
Hijo que ofrece su vida al Padre para la salvación de todos. Desde la cruz Jesús
indica con qué condiciones es posible practicar el perdón. Al odio con que sus
perseguidores lo habían clavado en la cruz responde rogando por ellos. No sólo
los ha perdonado, sino que sigue amándolos, queriendo su bien y, por eso,
intercede por ellos. Su muerte se convierte en verdadera realización del Amor.
Ante el gran misterio de la cruz no podemos por menos de postrarnos en adoración.
"Para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús no sólo debió asumir
el rostro del hombre, sino cargarse incluso del "rostro" del pecado.
"Quien no conoció pecado, se hizo pecado por nosotros, para que viniésemos
a ser justicia de Dios en él" (2 Co 5, 21)" (Novo
millennio ineunte, 25). Con el perdón absoluto de Cristo, otorgado
también a sus perseguidores, comienza para todos la nueva justicia del reino de
Dios.
Durante la última Cena el Redentor dijo a los Apóstoles: "Os doy un
mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he
amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos
que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros"
(Jn 13, 34-35).
5. Cristo resucitado da a sus discípulos la paz. La Iglesia, fiel al
mandato de su Señor, sigue proclamando y difundiendo la paz. Mediante la
evangelización, los creyentes ayudan a los hombres a reconocerse hermanos y,
como peregrinos en la tierra, aunque por sendas diversas, todos encaminados
hacia la patria común que Dios no cesa de señalarnos a través de caminos que
sólo él conoce. El camino real de la misión es el diálogo sincero (cf. Ad
gentes, 7; Nostra
aetate, 2); el diálogo que "no nace de una táctica o de un interés"
(Redemptoris
missio, 56), ni tampoco es fin en sí mismo. Más bien, el diálogo
lleva a hablar al otro con estima y comprensión, afirmando los principios en
que se cree y anunciando con amor las verdades más profundas de la fe, que son
alegría, esperanza y sentido de la existencia. En el fondo, el diálogo es la
realización de un impulso espiritual, que "tiende a la purificación y
conversión interior, que, si se alcanza con docilidad al Espíritu, será
espiritualmente fructífero" (ib.). El compromiso por un diálogo
atento y respetuoso es una conditio sine qua non para un auténtico
testimonio del amor salvífico de Dios.
Este diálogo está profundamente vinculado a la voluntad de perdón, porque
quien perdona abre el corazón a los demás y se hace capaz de amar, de
comprender al hermano y de entrar en sintonía con él. Por otra parte, la práctica
del perdón, según el ejemplo de Jesús, desafía y abre los corazones, cura
las heridas del pecado y de la división, y crea una verdadera comunión.
6. Con la celebración de la Jornada mundial de las misiones se ofrece a
todos la oportunidad de confrontarse con las exigencias del amor infinito de
Dios. Amor que exige fe; amor que invita a poner toda la confianza en él. "Sin
fe es imposible agradarle, pues el que se acerca a Dios ha de creer que existe y
que recompensa a los que le buscan" (Hb 11, 6).
En esta celebración anual se nos invita a orar asiduamente por las misiones y a
colaborar con todos los medios en las actividades que la Iglesia realiza en todo
el mundo para construir el reino de Dios, "reino eterno y universal:
reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de
amor y de paz" (Prefacio de la fiesta de Cristo, Rey del universo).
Se nos llama ante todo a testimoniar con la vida nuestra adhesión total a
Cristo y a su Evangelio.
Sí, nunca hay que avergonzarse del Evangelio y nunca hay que tener miedo de
proclamarse cristianos, silenciando la propia fe. Al contrario, es necesario
seguir hablando, ensanchando los espacios del anuncio de la salvación, porque
Jesús ha prometido permanecer siempre y en toda circunstancia presente en medio
de sus discípulos.
De este modo, la Jornada mundial de las misiones, verdadera fiesta de la misión,
nos ayuda a descubrir mejor el valor de nuestra vocación personal y
comunitaria. Asimismo, nos estimula a ir en ayuda de los "hermanos más
pequeños" (cf. Mt 25, 40) a través de los misioneros esparcidos
por todo el mundo. Esta es la tarea de las Obras misionales pontificias, que
desde siempre sirven a la misión de la Iglesia, haciendo que no falte a los más
pequeños quien les comparta el pan de la Palabra y siga llevándoles el don del
amor inagotable que brota del corazón mismo del Salvador.
Amadísimos hermanos y hermanas, encomendemos nuestro compromiso de anunciar el
Evangelio, así como toda la actividad evangelizadora de la Iglesia, a María
santísima, Reina de las misiones.
Que ella nos acompañe en nuestro camino
de descubrimiento, anuncio y testimonio del amor de Dios, que perdona y da la
paz al hombre.
Con estos sentimientos, envío de corazón la bendición apostólica, como
prenda de la constante protección del Señor, a todos los misioneros y
misioneras esparcidos por el mundo, a todos los que les acompañan con la oración
y la ayuda fraterna, así como a las comunidades cristianas de antigua y nueva
fundación.
Vaticano, 19 de mayo de 2002, solemnidad de Pentecostés.